“¡Oh mi Bilbao, mi Bilbao,
mi dulce pasado!, ¿no eres
tú acaso toda la eternidad de mi
porvenir?"
(Unamuno)
Al Rectorado, en la calle Libreros, se llega una vez encontrada la famosa y sospechosa rana en la fachada de la Universidad. Hay un timbre, que sólo se puede tocar cinco minutos antes de cada fracción de media hora. Se abre el enorme portón de madera y una señora, que bien podría ser la tía Tula, explica muy bajito las normas y las instrucciones. El portón se cierra de nuevo y reabre exactamente a y treinta o a en punto. Fuimos afortunados o madrugadores y la visita la hicimos sólo nosotros, con la tía Tula. Me quedaba pendiente ver su casa, la casa dónde vivió y, aunque murió en otra, dónde están sus cosas, sus pertenencias, sus libros, su cama de hierro. Aquella vieja maleta con la que un día salió de Bilbao a Madrid, para estudiar. Su toga de rector, su baraja de cartas. Sus pajaritas de papiroflexia. Su alma.
Tula, que la imagino también soltera, hablaba con devoción, admiración, vocación y emoción de él. Recitaba los nombres de sus nueve hijos, de su amada esposa. Esperaba paciente y callada a que avanzáramos en aquél lugar en el que hubiéramos pasado una semana si nos hubiesen dejado.
Su biblioteca con los libros que leía, en catorce idiomas, y los que le habían dedicado sus amigos. Primeras ediciones. Libros salvados tantas veces que se notaba, aún a través del cristal, el dolor en sus páginas amarillas. Fotografías de Él, de su familia, de Bilbao, del Cántabrico. Cómo no tener morriña en aquél pasillo, sobre esas escaleras o a través de esas ventanas.
Se me llenaban los ojos de lágrimas al oir a Tula. Esa pasión camuflada de profesionalidad la delataba a cada paso por aquella casa. No sé si fue fruto de nuestras confidencias sobre que antes vivíamos junto a la calle Ronda, dónde él nació, y sobre nuestros paseos por El Paseo de los Caños lleno de tilos. O fue fruto del tremendo poder que ejerce sobre los adultos nuestra tercer miembro de la familia, pero Tula nos enseñó la zona no incluída en la visita. La zona cerrada a los visitantes, que es dónde los estudiosos de Unamuno trabajan cada día. Menos personal e íntima que el Rectorado, era en su momento la verdadera casa, la que cobijaba la cocina, las habitaciones de los hijos. Ahora eran oficinas, con fotocopiadoras, libros, carpetas y mesas.
Nos despedimos de Tula, la media hora había pasado. Es amable. Quizás volvamos.
Al salir de la casa, un fogonazo de ese color ocre que tiene la piedra en Salamanca. Esa piedra que recuerda a Florencia o Siena, que hace parpadear y que, irremediablemente, hace añorar el mar...