La sombra no muere.
Y mi amor
sólo abraza a lo que fluye
como lava del infierno:
una logia callada,
fantasmas en dulce erección,
sacerdotes de espuma,
y sobre todo ángeles,
ángeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza.(Alejandra Pizarnik)
La primera vez que Michael atracó su viejo catamarán en el puerto de Lekeitio corría un mes de julio ahogado por la lluvia y sofocado por las altas temperaturas. La expectación que causó en el pueblo su llegada sólo podía ser equiparable a, muchos años atrás, la llegada de un joven y guapo, por aquél entonces, Ramón Mendoza, proporcionando muchas horas de qué hablar cuando se enamoró de Rosario, y pegando uno de los braguetazos más sonados en el pueblo, que le llevaría a ser, muchos años después, el presidente del Real Madrid.
Michael era el prototipo de americano, californiano y buscador de olas. Alto, rubio, con melena peinada nada más que por el viento y el salitre y, pronto, muy pronto, los alrededores de su catamarán se llenaron de jovencitas dispuestas a ayudarle en las tareas cotidianas. Le traían agua, pan y pescado y se ofrecían a enseñarle todos los encantos del pueblo, incluídas ellas mismas. Pero Michael prontó cayó rendido a los encantos de una sola, de Isabel. Isabel era una de esas bellezas inquietantes de ojos verdes y mirada perdida. Solía estar sentada en lo alto de una roca, cual sirena, mirando al horizonte y reflejando el verde de sus ojos en el intenso azul del mar. Quizás por esa mirada distante o por ese halo de indiferencia que la rodeaba, Michael no pudo por menos que enamorarse sin frenos de aquella, aún, adolescente.
Isabel dudó pero terminó correspondiendo ese amor sin tapujos y del todo sincero. Transcurrió el verano entre paseos en catamarán, chapuzones en la playa y horas de sexo robadas al atardecer, sobre la arena y junto al faro. Hablaban poco. Él apenas hablaba castellano, ella apenas hablaba inglés. Su lenguaje era casi animal y se consumían el uno al otro en días casi eternos, llenos de horas y noches.
Llegó septiembre y el día de gansos. Michael decidió no irse nunca, vivir allí para siempre. Estaba fascinado, hechizado. Si alguien le hubiera hablado en su América de esa afición de arrancar el cuello a un inocente ganso se hubiera estremecido. Pero allí, embriagado de ese verano y de los ojos de Isabel todo era maravilloso.
Partió en su catamarán una mañana, con la promesa de atar unos cabos y volver, para siempre. Michael tardó cuatro meses en volver. Era un frío mes de enero cuando se divisó desde el Calvario su, ahora más, viejo catamarán. Se le recibió como se reciben a los pesqueros cuando vuelven por fiestas. Como si fuera familia. En enero el pueblo se reduce a muy poca gente y allí estaban todos. Todos menos Isabel. Preguntó por ella, pero nadie sabía mucho. Poca cosa. En realidad ella no era del pueblo, era veraneante. Pero no de las habituales. Nunca supimos mucho de ella. Era el primer verano que aparecía por aquí. Tenía acento de Donosti, igual vive allí.
A los pocos días Michael puso a la venta los vinilos traídos desde su casa, en América, en la cubierta de su catamarán. Discos, libros, postales y recuerdos formaban un curioso mercadillo. De esa manera cayó en manos de mi padre un disco de un jovencísimo y desconocido Willy Deville, que aún hoy anda por casa. Michael buscó trabajo en el puerto y lo encontró. Hoy sigue allí. Su melena rubia de antaño ahora es blanca. Su cara surcada de arrugas, del sol y de la mar, le dan un aspecto de náufrago romántico. Su acento marcado y sus ojos azules, tristes desde aquél verano, le vuelven tierno.
Nunca se volvió a marchar. Nunca la volvió a ver. Isabel se convirtió en sombra de un recuerdo y, en ocasiones, en esa duda lacerante de si realmente esa mujer llegó a existir.