lunes, junio 22, 2009

Primer domingo de verano...

Despertó el día con un sol espléndido, aún con esa bruma cargada de sal y nubes blancas de algodón. Los rayos de sol inundaban la blanca cocina mientras desayunábamos juntos, esa pequeña alegría que sólo ocurre dos veces a la semana.
Después comenzó la actividad, el frenesí. Habíamos pasado el sábado entero con las compras, los preparativos y esa ilusión de empezar las fiestas de San Juan con una comida en casa. A las once empezó a llegar la gente, con alegría y cargados con sillas, botellas y helados. La terraza se llenó de voces, de risas, de sonrisas lanzadas al aire, de pechos hinchados llenándose del aroma de las flores de magnolio que perfuma desde hace días el salón.
El mantel lo pusieron los hombres, al igual que la mesa. Las mujeres charlábamos atropelladamente, sobre el moreno del anuncio de Schweppes, el que sale con Nicole. Sobre los niños o, bien bajito, sobre nuestras parejas.
Me gusta recibir en casa, me gusta esa sensación de poco espacio, de bullicio, de encuentros en la cocina, de baños ocupados, de risas en el pasillo y de charlas junto al fregadero.
La paella hecha con tanto mimo, con tantas manos y con tanta vigilancia, que al final quedó salada.
El helado medio derretido porque no entraba en el congelador.
El vino fresquito, blanco, ansioso. Las cafeteras rebosantes, el tintineo de los hielos, los bombones con alma de cacao y esa planta bananera, disfrazada de regalo, que tanto tiempo llevaba buscando.
La tertulia hasta el atardecer, con una merienda improvisada con sobras y un poco de imaginación.
El sonido de la música del concierto, allí, tras la colina, dónde se posa el sol.
Embriagados de luz, de sol, de azahar y de jazmín dimos la bienvenida al verano.