lunes, enero 25, 2010

Amar una sombra...


Siniestro delirio amar una sombra.
La sombra no muere.
Y mi amor
sólo abraza a lo que fluye
como lava del infierno:
una logia callada,
fantasmas en dulce erección,
sacerdotes de espuma,
y sobre todo ángeles,
ángeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza.
(Alejandra Pizarnik)


La primera vez que Michael atracó su viejo catamarán en el puerto de Lekeitio corría un mes de julio ahogado por la lluvia y sofocado por las altas temperaturas. La expectación que causó en el pueblo su llegada sólo podía ser equiparable a, muchos años atrás, la llegada de un joven y guapo, por aquél entonces, Ramón Mendoza, proporcionando muchas horas de qué hablar cuando se enamoró de Rosario, y pegando uno de los braguetazos más sonados en el pueblo, que le llevaría a ser, muchos años después, el presidente del Real Madrid.

Michael era el prototipo de americano, californiano y buscador de olas. Alto, rubio, con melena peinada nada más que por el viento y el salitre y, pronto, muy pronto, los alrededores de su catamarán se llenaron de jovencitas dispuestas a ayudarle en las tareas cotidianas. Le traían agua, pan y pescado y se ofrecían a enseñarle todos los encantos del pueblo, incluídas ellas mismas. Pero Michael prontó cayó rendido a los encantos de una sola, de Isabel. Isabel era una de esas bellezas inquietantes de ojos verdes y mirada perdida. Solía estar sentada en lo alto de una roca, cual sirena, mirando al horizonte y reflejando el verde de sus ojos en el intenso azul del mar. Quizás por esa mirada distante o por ese halo de indiferencia que la rodeaba, Michael no pudo por menos que enamorarse sin frenos de aquella, aún, adolescente.

Isabel dudó pero terminó correspondiendo ese amor sin tapujos y del todo sincero. Transcurrió el verano entre paseos en catamarán, chapuzones en la playa y horas de sexo robadas al atardecer, sobre la arena y junto al faro. Hablaban poco. Él apenas hablaba castellano, ella apenas hablaba inglés. Su lenguaje era casi animal y se consumían el uno al otro en días casi eternos, llenos de horas y noches.
Llegó septiembre y el día de gansos. Michael decidió no irse nunca, vivir allí para siempre. Estaba fascinado, hechizado. Si alguien le hubiera hablado en su América de esa afición de arrancar el cuello a un inocente ganso se hubiera estremecido. Pero allí, embriagado de ese verano y de los ojos de Isabel todo era maravilloso.

Partió en su catamarán una mañana, con la promesa de atar unos cabos y volver, para siempre. Michael tardó cuatro meses en volver. Era un frío mes de enero cuando se divisó desde el Calvario su, ahora más, viejo catamarán. Se le recibió como se reciben a los pesqueros cuando vuelven por fiestas. Como si fuera familia. En enero el pueblo se reduce a muy poca gente y allí estaban todos. Todos menos Isabel. Preguntó por ella, pero nadie sabía mucho. Poca cosa. En realidad ella no era del pueblo, era veraneante. Pero no de las habituales. Nunca supimos mucho de ella. Era el primer verano que aparecía por aquí. Tenía acento de Donosti, igual vive allí.
A los pocos días Michael puso a la venta los vinilos traídos desde su casa, en América, en la cubierta de su catamarán. Discos, libros, postales y recuerdos formaban un curioso mercadillo. De esa manera cayó en manos de mi padre un disco de un jovencísimo y desconocido Willy Deville, que aún hoy anda por casa. Michael buscó trabajo en el puerto y lo encontró. Hoy sigue allí. Su melena rubia de antaño ahora es blanca. Su cara surcada de arrugas, del sol y de la mar, le dan un aspecto de náufrago romántico. Su acento marcado y sus ojos azules, tristes desde aquél verano, le vuelven tierno.
Nunca se volvió a marchar. Nunca la volvió a ver. Isabel se convirtió en sombra de un recuerdo y, en ocasiones, en esa duda lacerante de si realmente esa mujer llegó a existir.

miércoles, enero 20, 2010

Mayo...


Déjame mirarte a los ojos.
Quiero saber cómo estás.
(Rainer W. Fassbinder)

Mira, ha entrado mayo,
Ha extendido su párpado azul sobre el puerto.
Ven, hace tiempo que no sé de ti,
Se te ve tembloroso, como esos gatitos que ahogamos siendo niños.
Ven, y hablaremos de las cosas de siempre,
Del valor que tiene ser amable,
De la necesidad de arreglárselas con las dudas,
De cómo llenar los huecos que tenemos dentro.
Ven, siente en tu rostro la mañana,
Cuando estamos tristes, todo nos parece oscuro;
Cuando estamos fuertes, el mundo se desmigaja.
Cada uno de nosotros guarda algo desconocido de las vidas ajenas,
Sea un secreto, un error o un gesto.
Ven y pondremos verdes a los vencedores,
Saltaremos desde el puente riéndonos de nosotros mismos.
Contemplaremos en silencio las grúas del puerto,
Porque estar juntos en silencio es
La mejor prueba de la amistad.
Vente conmigo, quiero cambiar de país,
Dejar este cuerpo mío a un lado
Y meterme contigo en una concha,
Con nuestra pequeñez, como los bígaros.
Ven, te espero,
Continuaremos la historia interrumpida hace un año,
Como si no tuvieran un círculo más
los abedules blancos de la rivera.
Kirmen Uribe


Cuando Patxi López eligió este poema para leerlo en su acto de investidura me sorprendió. Kirmen lleva años haciendo navegar sus versos, primero desde la orilla del puerto de Ondárroa y después desde la orilla del Hudson, en Manhattan. Pero fue en el New Yorker donde primero publicaron este poema, en inglés. Ahora ya ha llegado su reconocimiento, ha publicado su primera novela y Kirmen Uribe tiene un sitio en la narrativa actual. Pero se lo ha ganado a pulso. Han sido años de ser poeta, de madurar versos a la sombra de las escasas higueras que quedan en este país.

Años pisando salas de bibliotecas leyendo poemas, ante un escaso público, en las semanas de la poesía que organizan los Ayuntamientos y que, curiosamente, no duran más de tres días.

Espero que no se deje embriagar por los efluvios de esa popularidad que le ha traído una novela y nos deje huérfanos de esa poesía que nos alimentó, a algunos pocos, durante estos años.


lunes, enero 18, 2010

Y si fuera cierto...?

"Espero curarme de ti en unos días.
Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte.
Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno.
Me receto tiempo, abstinencia, soledad"
(Jaime Sabines)
La semana pasada tuve que acercarme a una Administración Pública para tramitar un papeleo. Siempre me entran sudores cuando tengo que hacerlo. Cogí mi número como si se tratara de la pescadería y me senté a esperar. Me fijé en ella casi de inmediato. Su cara se me hacía tan conocida que no podía apartar la vista. Su pelo rizado, su cara redonda, su mirada triste. Todo en ella me resultaba familiar, pero no era capaz de ubicarla. Estaba tan ensimismada intentando recordar que cuando me quise dar cuenta ya me tocaba el turno y, casualmente, en su mesa. Al sentarme y mirarla de cerca, caí inmediatamente. Ella se levantó sonriendo y me plantó dos sonoros besos en las mejillas. Cuánto tiempo!. Habíamos estudiado muchos años juntas pero hacía más años que no nos veíamos. Nunca más habíamos vuelto a coincidir en todo este tiempo. Pues, aunque nuestra relación siempre fue cordial, nunca llegamos a intimar lo suficiente.
Hablamos deprisa, atropelladamente. Ella me tramitó el papel que necesitaba para la próxima declaración de Hacienda y me pidió que la esparara unos minutos para salir a la calle a tomar un café.
Fuimos a la cafetería que está al lado, junto a la estación de autobuses. Nos sentamos en una mesa, junto a la ventana, y pedimos café. Las dos hablábamos muy deprisa, nos contamos muchos años en pocos minutos, casi hablando a la vez. El café se enfriaba en la mesa. Hablamos de estudios, trabajos, amigos, gente conocida, vecinos e incluso de aquél chico que a todas nos marcó tanto.
Hubo un silencio. Aproveché para tomar un sorbo de mi café y ella se puso seria. Me preguntó si recordaba a su novio del instituto. Claro!. Me contó que años después, muchos años después seguían juntos. Estaban preparando su boda, hace dos años, cuando a él le detuvieron. Le acusaban de violación de una menor, en el parque que hay junto a la casa de ella. Me lo contó llorando, superada y nerviosa. No supe reaccionar. Recordaba a un chico tímido, callado, muy educado y que, todos los días, la esperaba para acompañarla a casa tras las clases. Recordaba a aquél muchacho que en todas las fiestas permanecía sentado con su Coca-Cola en la mano.
Ella seguía hablando, me contó que suspendieron la boda, que sigue en la cárcel, que le declararon culpable y que había un testigo. Me contó que era imposible creer esa historia, que él siempre había sido maravilloso con ella en todos esos años y que no podía ser cierto. Ella le visita en la cárcel pero va espaciando las visitas. Le duele, le pesa, le agota la situación. Me habló de las explicaciones que tuvo que dar, de las miradas, de las vecinas, de ese parque que tenía que atravesar cada día hasta que decidió mudarse.
La abracé. Le di mi teléfono y un beso muy fuerte. La acompañé de vuelta a su trabajo y la volví a abrazar. Le dije que confiara en ella, no en él ni en la gente. En ella.
Y si fuera cierto...? me dijo....