jueves, enero 29, 2009

El aceite de la vida....


En Donosti, en la Calle del Puerto, está Oliviers & Co. Una franquicia francesa de lo más exquisita y que no podemos encontrar en ningún otro lugar de España.
Aceites italianos, de oliva siciliana, griegos de la maravillosa oliva de Kalamata, además de franceses, croatas, turcos y algún marroquí. Con una cucharita de plástico se puede catar cada especialidad antes de decidirse.
Acetos balsámicos tan espesos que parecen miel, vinagres de orégano, de higos...
Tapenades de oliva negra, verde, de pistacho...
Tomates italianos deshidratados en aceite de oliva..
Galletas
Utensilios de cocina de madera de olivo.
Su dueño es un tipo tranquilo, amable y que, a pesar de su nombre vasco, es francés.
Allí también se puede encontrar cosméticos biológicos y ecológicos cuyo ingrediente base es el aceite de oliva.
Una tienda muy recomendable a la que hacer una visita después de los pintxos y antes del café junto al mar...
Edito con una pena infinita pues me han informado de que la tienda Oliviers & Co ha cerrado....
Nunca fue más cierto lo de "Siempre nos quedará París"...

lunes, enero 26, 2009

Érase un hombre al acordeón...

Nunca me hubiera fijado en ellos en otro lugar que no fuera ése. Son rumanos. Él es moreno, ojos oscuros y mirada dispersa. Ella lleva el pelo rubio de ese tono amarillo oxigenado que se encuentra en la tercera balda de la sección de higiene de un supermercado cualquiera. Vinieron a Bilbao hace unos años. Ella trabaja en el servicio doméstico, con una señora que la trata bien y le ayuda mucho. Habla bastante bien castellano. Él apenas balbucea cuatro palabras. No tiene trabajo. Toca el acordeón en las bocas de metro o en las puertas de algunos comercios. Siempre lleva una gorra azul marino bien calada, tapándole los ojos.
Durante cincuenta y cuatro días, dos veces al día, coincidí con ellos en la puerta de una UVI, esperando para entrar. Duraba más la espera que la visita. Así fue como ella y yo comenzamos a hablar. Su hijo de veinte años había caído por el hueco de un ascensor en la obra del edificio en el que trabajaba. No tenía papeles y le habían registrado en ese hospital con otro nombre, el de un compañero suyo que sí tenía papeles. Estaba en coma, no se sabía si se iba a salvar. Ella quería justicia, quería que la empresa que le había dado el trabajo a su hijo, la empresa que cada día le explotaba durante diez horas por un mísero sueldo, al menos, se responsabilizara de la desgracia.
Cada día, durante esos cincuenta y cuatro días, hablábamos. A veces me contaba cosas de su pueblo en Rumanía. No recuerdo el nombre, recuerdo que era feo y que no había trabajo. Su sueño era España y en cuanto pudieron se vinieron para aquí. Una hermana suya había venido a Bilbao y aquí aterrizaron ellos también. También me contó que su hijo, ese mismo que estaba en coma, había encontrado nada más llegar aquí una moneda enterrada en un monte y le gustaba soñar que era una moneda muy valiosa, que algún día la vendería y se convertirían en millonarios.
Ella, durante aquellos días, llevó esa moneda a un joyero para que le hicieran una cadena y regalársela a su hijo cuando despertara. A veces, me hablaba del destino. Ella creía en él, y pensaba que, a pesar de todo, algo bueno les estaba esperando.
Él, mientras, también empezó a tocar el acordeón a la puerta de ese hospital.
Un día, y de manera abrupta, nos dejamos de ver. Yo dejé de ir dos veces al día a esperar delante de aquella fría puerta.
Les perdí la pista, aunque no les olvidé. A él le veía casi cada día, [probablemente hubiera estado siempre] en la boca de metro del Casco Viejo, en la Gran Vía, en Indautxu, en el Corte Inglés, en la Ribera. Cada día lo veía, y cada día lo esquivaba. Bajaba la vista cuando pasaba a su altura. Miraba al suelo o a su tarrina vacía de margarina en la que siempre había unas pocas monedas. Nunca he sabido muy bien por qué lo hacía, por qué le esquivaba, era una mezcla de vergüenza, de no querer hablar de mí, o de no querer esforzarme en hablar de él. Irremediablemente él, siempre, me recuerda aquellos días. Aquella puerta. Aquella UVI.
Unos meses después, un domingo, leí en un periódico su historia. Ella lo consiguió. Alguien la escuchó y contaron la verdad. Su hijo había logrado despertar aunque con graves secuelas. Estaba en el Hospital de Gorliz. Publicaron también una foto de los dos, de ella con su hijo. Me entraron ganas de salir corriendo hacia allí y volver a hablar con ella, de abrazarla incluso. Pero entonces le recordé a él y a su acordeón.
Ahora sí que ya les había olvidado. Han pasado ya tres años y nosotros hace uno que vivimos fuera de Bilbao, el mismo tiempo que hace que no le veo en cada esquina tocando el acordeón.
Hasta hoy. En la misma calle en la que vivo ahora, en una acera, frente a un supermercado estaba él tocando el acordeón. Con su gorra azul marino y su tarrina vacía de margarina. Mientras la lluvia le calaba los huesos, el amargo sonido de su acordeón inundaba la calle.
He vuelto a bajar la vista al pasar a su lado

jueves, enero 22, 2009

La vie en rose...



Sin lugar a dudas, Ella, es lo mejor que me ha sucedido en la vida.
También lo más absorbente.
He vagado muchos días por este blog intentando retomarlo, quitarle las telarañas.
Me daba pena verlo vacío, aún con el eco de pasos y voces, muchas de ellas conocidas.
Pero, hasta ahora, nunca encontraba ese momento de sentarme frente a la pantalla.
He paseado por otros sitios en la red durante estos meses, pero este lugar es mío, aquel que un día fue mi casa.
El lugar al que siempre volver.
Aunque me vuelva a marchar.
La vida está llena de despedidas y de reencuentros.
Hoy vuelvo.
Soy la misma, aunque nunca volveré a ser la misma.
Soy más generosa.
Soy mejor persona.
Y soy más feliz.
Ahora me queda encontrar a aquellos que un día fuistéis mis amigos