Mostrando entradas con la etiqueta personajes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta personajes. Mostrar todas las entradas

martes, abril 30, 2013

Blancas o negras?...

Son las diez y media de la mañana de un miércoles cualquiera.
Planta tercera del museo Guggenheim de Bilbao.
Hay una figura vestida de negro, en una de las salas, y completamente inmóvil frente a un cuadro de Cy Twombly.
El resto de la sala se encuentra vacía, a excepción del vigilante, sentado en su silla en la puerta de entrada.
Unos pasos resuenan en el pulimentado pasillo y se acercan hasta la puerta.
Otra figura entra, vacilante, y se sitúa junto a la primera.
Esta última viste de blanco.
El vigilante, intrigado, cierra el libro que estaba leyendo y observa.
Las dos figuras permanecen inmóviles durante largo tiempo, sin mirarse.
Parecen absorbidas por la fuerza de cuadro: un gran lienzo blanco salpicado de tonos rosas y rojos.
El vigilante vuelve a su libro.
La primera figura, la negra, mete su mano izquierda en el bolsillo de su cazadora negra y extrae un pequeño sobre sepia. Sus movimientos son lentos, metódicos, estudiados. Extiende su mano con el sobre hacia la figura blanca que, rápidamente, de un solo movimiento coge el sobre y lo introduce en su cazadora blanca.
El vigilante, absorto en su libro, no ha reparado en nada.
La figura negra sale despacio de la sala.
Al llegar a la puerta de salida de la sala gira la cabeza, mirando fijamente al vigilante con unos grandes ojos verdes que destacan con fuerza en su indumentaria negra. Guiña un ojo y sonríe casi imperceptiblemente.
El libro cae con fuerza desde las manos del vigilante y suena estrepitosamente en la sala. El vigilante, con la cara enrojecida, recoge el libro clavando su mirada en la espalda de la figura blanca que ni se ha inmutado.
Se vuelve a sentar mirando fijamente esa figura que, ahora, le resulta tan extraña mientras se oyen cada vez más lejanos los pasos de la figura negra pasillo adelante.
Un escalofrío recorre la espalda del vigilante…

domingo, abril 07, 2013

Un encargo delicado...

El vuelo procedente de Bilbao llegaba a la Terminal 3 del Aeropuerto de Málaga-Costa del Sol a las 23:35. Las indicaciones de mi cliente habían sido precisas: debía recoger el coche de alquiler a mi nombre y continuar destino, esta vez, por carretera. Había intentado desde apenas iniciado el despegue echar una cabezadita pero mi compañero de asiento, un dulce anciano que viajaba a casa de su hija, sentía la necesidad de rellenar los silencios que yo misma provocaba. Así que, cuando aterrizamos en Málaga a la hora prevista, ya conocía gran parte de su vida y los nombres de todos sus nietos. Recogí mi equipaje de mano, el único que llevaba, y salí presurosa de aquél avión y de la claustrofóbica amabilidad del anciano.

Cuando llegué al mostrador de Helle Hollis esperé pacientemente mi turno y en media hora ya era dueña provisional, por un plazo de 48 horas, de un Peugeot 207 blanco descapotable. Pensé en cenar algo antes de recoger el coche pero tenía demasiada prisa por llegar. La carretera era conocida: ese mismo trayecto ya lo había hecho muchas veces antes. En el plazo de más o menos una hora esperaba llegar a destino y descansar en el hotel hasta que, por la mañana, acudiera a la cita en la casa de mi cliente.

En hora y media escasa estaba entrando en Granada y me dirigí a mi hotel en el barrio de la Judería. Mi cliente había insistido en que me alojara en un hotel más lujoso pero a mí me gusta este lugar y puedo llegar a sentirme como en casa paseando entre sus calles. Rellené la ficha en recepción y subí a mi habitación a darme una ducha. Después pedí un bocadillo y una cerveza y cené junto a la ventana abierta. El ruido y el olor de Granada llenaron esa soledad que tienen todas las habitaciones de hoteles, esté o no esté sola en ellas.

A la mañana siguiente, después de desayunar, salí con mi maletín hacia la casa que Aurelio, mi cliente, tiene en la Carrera del Darro. Caminé despacio hacia allí disfrutando de ese bullicio y esa sorna granadina que tanto me gusta. A las nueve en punto estaba enfrente de la puerta de madera de su casa, a los pies de la Alhambra, junto a un pequeño puente de piedra que cruza el Darro. Me abrieron el portón y entré en un patio lleno de plantas, de árboles frutales y recién regado. Aurelio estaba sentado allí, en uno de los sillones. Se levantó presurosamente y me estrechó la mano plantándome, a la vez, dos sonoros besos en las mejillas.

Nos trajeron café, zumo, uvas y unas rebanadas de pan tostado con queso en una bandeja de plata mozárabe que dejaron sobre la mesa. Aurelio me sirvió café y  me miró expectante. Hacía ya un mes que se había puesto en contacto con nuestra agencia, solicitando nuestros servicios. Un mes llevaba esperando mi visita para ultimar el contrato. Crucé las piernas y me recosté en ese confortable sillón mientras aspiraba con fuerza el hipnótico aroma de las flores del magnolio que tenía a mi lado.

Empecé a preguntar: necesitaba saber todo acerca de ella. Sus gustos musicales, sus perfumes favoritos, sus colores predilectos, el libro que estaba leyendo...
Aurelio contestaba a cada una de mis preguntas con un brillo en los ojos que le delataba. Estaba completamente enamorado de ella. Tanto que no hubo una sola pregunta que quedara sin contestar. Después de unas dos horas de charla, me levanté y cogí mi maletín. Aurelio se levantó tan deprisa que, al hacerlo, tiró al suelo una de las tazas de café. Mientras recogía los trozos de la vajilla esparcidos por el suelo, noté el temblor en sus manos.

Pasamos al interior de la casa y me condujo hasta la cocina. Coloqué mi maletín encima de la mesa de madera de olivo que ocupaba el centro de la estancia y lo abrí. Le pedí que me dejara a solas. Me puse mi delantal Liberty y saqué todos mis utensilios para realizar los cupcakes personalizados para la esposa de Aurelio que con tanto cariño él había encargado para la fiesta de cumpleaños de esta tarde…

viernes, abril 05, 2013

Una historia corriente...


Elsa tenía esa belleza exultante que solo se tiene a los veinte años. Sus ojos negros como el azabache despedían unas motitas de azul eléctrico si te quedabas mucho tiempo mirándola. Tal vez era ésa una de las razones por las que era difícil sostener su mirada. Todo en ella resultaba hermoso y creo que es una de las personas más carismáticas que he conocido a lo largo de mi vida. Pero si tuviera que elegir una característica de ella, la que más la representara, sería su risa. Tenía una carcajada sonora pero a la vez cristalina que llenaba cualquier espacio en el que se encontrara. Toda su cara se iluminaba y era capaz de inundarnos de luz a todos. Elsa era así: hermosa y vital.

Conocí a Elsa realmente, fuera del ambiente familiar, cuando recién acababa de llegar a Barcelona. Venía procedente de su Cadaqués natal dispuesta a comerse el mundo de la moda. Vivía de alquiler en un precioso apartamento del Barrio Gótico que pagaban religiosamente sus padres. Ella estudiaba diseño de moda en la Escuela Felicidad Duce después de haber superado las duras pruebas de acceso. Me contó que desde pequeña quería dedicarse al mundo de la moda. Diseñaba su propia ropa desde los ocho años y su sueño era trasladarse a París,  de Erasmus e intentar quedarse allí y abrirse camino.

Era muy joven y tenía esa energía que sólo la dan los sueños y los logros por cumplir. Yo la miraba con escepticismo, tratando de recordar de si yo a su edad era tan tenaz como ella para, al cabo de un rato,  recordar que sí, que los veinte años son muy parecidos para todos. Lo mejor de algunos de esos sueños es no cumplirlos nunca para poder seguir soñando, pero eso era algo que no le iba a contar a Elsa.

Me dejaba caer los sábados por la mañana por su casa. Solíamos pasear por las Ramblas, ir al mercado, de compras por el Passeig de Gracia y a veces la invitaba a comer en la Barceloneta. Casi siempre era ella la que proponía los planes. Yo sólo intentaba cuidarla, tal y como le prometí a sus padres el verano anterior en Cadaqués.

Creo que fue como a mediados de la primavera cuando Elsa empezó a poner disculpas para nuestras citas sabáticas. Nunca le di mucha importancia porque supuse que después de llevar ya unos meses en Barcelona era lógico que tuviera amigos o incluso algún comienzo de romance.

Fue con una llamada preocupada de su madre una noche de miércoles cuando se despertó en mí una especie de alerta. ¿Cuánto tiempo hacía que no sabía nada de ella? ¿Un mes? ¿Tal vez dos? ¿Qué clase de amigo era yo para no haberme preocupado de la hija de unos de mis mejores amigos?. Tampoco estaba llamando a casa cada dos días como antes y hacía una semana que no hablaban con ella. Le prometí acercarme al día siguiente hasta la casa de Elsa e informarle de inmediato.

El jueves a las diez de la mañana estaba frente al timbre de entrada de la casa de Elsa, con una bolsa de croissants calientes y una botella de zumo de naranja. Me abrió la puerta una Elsa tan exuberante que una ráfaga de vértigo salpicó todo mi cuerpo. Estaba distinta. Más mayor, más seria, más madura y más…bella. Me mandó pasar a la cocina y encendió la cafetera.

Me senté en una silla, junto a la ventana, mientras pensaba cómo afrontar el tema pero fue Elsa la que empezó a hablar. Con voz suave y serena comenzó pidiendo disculpas mientras ponía los cafés y los zumos sobre la mesa y colocaba los croissants en un plato de porcelana blanca. Se sentó a mi lado y me fue envolviendo con su voz .

Elsa había encontrado un trabajo que le dejaba sin tiempo libre fuera del horario de la escuela. Estaba tan contenta que cada vez veía más cerca su sueño de diseñar en París. De repente me sentí tonto, es cierto que hacía un par de meses que me había contado que tenía una entrevista en el Hotel Perla Negra, un hotel que se había puesto de moda y que ofrecía alquileres de habitaciones por horas y recomendación de escorts.

Creo que fue por mi cara lívida, estoy seguro de ello, pero Elsa me dijo que quería enseñarme algo Fuimos al pequeño salón del apartamento y ella conectó el BluRay. Juntos vimos el documental The Great Happiness Space: Tale of an Osaka Love Thief, rodado y dirigido por Jake Clennell en 2006, y que refleja el auge del fenómeno escort en Japón. Fenómeno que estaba revolucionando Barcelona con este hotel que recibía premios, menciones y notas de prensa casi a diario.

Miré a Elsa, a sus grandes ojos negros con motitas de azul eléctrico y aguanté su mirada, pero no pregunté nada. Me fui con la promesa de seguir viéndonos una vez a la semana aunque fuera para tomar un café.

Al salir del portal telefoneé a su madre y le dije que Elsa estaba bien, que estaba estresada con los exámenes, que la había dejado estudiando…y que estaba muy guapa. Mucho.



jueves, mayo 21, 2009

Primero la verdad que la paz...


“¡Oh mi Bilbao, mi Bilbao,
mi dulce pasado!, ¿no eres
tú acaso toda la eternidad de mi
porvenir?"
(Unamuno)
Al Rectorado, en la calle Libreros, se llega una vez encontrada la famosa y sospechosa rana en la fachada de la Universidad. Hay un timbre, que sólo se puede tocar cinco minutos antes de cada fracción de media hora. Se abre el enorme portón de madera y una señora, que bien podría ser la tía Tula, explica muy bajito las normas y las instrucciones. El portón se cierra de nuevo y reabre exactamente a y treinta o a en punto. Fuimos afortunados o madrugadores y la visita la hicimos sólo nosotros, con la tía Tula. Me quedaba pendiente ver su casa, la casa dónde vivió y, aunque murió en otra, dónde están sus cosas, sus pertenencias, sus libros, su cama de hierro. Aquella vieja maleta con la que un día salió de Bilbao a Madrid, para estudiar. Su toga de rector, su baraja de cartas. Sus pajaritas de papiroflexia. Su alma.
Tula, que la imagino también soltera, hablaba con devoción, admiración, vocación y emoción de él. Recitaba los nombres de sus nueve hijos, de su amada esposa. Esperaba paciente y callada a que avanzáramos en aquél lugar en el que hubiéramos pasado una semana si nos hubiesen dejado.
Su biblioteca con los libros que leía, en catorce idiomas, y los que le habían dedicado sus amigos. Primeras ediciones. Libros salvados tantas veces que se notaba, aún a través del cristal, el dolor en sus páginas amarillas. Fotografías de Él, de su familia, de Bilbao, del Cántabrico. Cómo no tener morriña en aquél pasillo, sobre esas escaleras o a través de esas ventanas.
Se me llenaban los ojos de lágrimas al oir a Tula. Esa pasión camuflada de profesionalidad la delataba a cada paso por aquella casa. No sé si fue fruto de nuestras confidencias sobre que antes vivíamos junto a la calle Ronda, dónde él nació, y sobre nuestros paseos por El Paseo de los Caños lleno de tilos. O fue fruto del tremendo poder que ejerce sobre los adultos nuestra tercer miembro de la familia, pero Tula nos enseñó la zona no incluída en la visita. La zona cerrada a los visitantes, que es dónde los estudiosos de Unamuno trabajan cada día. Menos personal e íntima que el Rectorado, era en su momento la verdadera casa, la que cobijaba la cocina, las habitaciones de los hijos. Ahora eran oficinas, con fotocopiadoras, libros, carpetas y mesas.
Nos despedimos de Tula, la media hora había pasado. Es amable. Quizás volvamos.
Al salir de la casa, un fogonazo de ese color ocre que tiene la piedra en Salamanca. Esa piedra que recuerda a Florencia o Siena, que hace parpadear y que, irremediablemente, hace añorar el mar...

lunes, marzo 16, 2009

Aire libre...


Si, como dice el bolero, veinte años no es nada, qué o cuánto son treinta años?. Hoy, a las siete y media de la tarde en la biblioteca de Bidebarrieta. Treinta años de su muerte. Me hubiera gustado conocerle, pasear con él y mirar escaparates juntos. Vendrá alguien detrás de estas palabras a decir que fue un triste. Pero acaso no hay que ser triste e incluso un poco moñas para escribir poemas que derritan el alma?, acaso no hay que irse a Madrid, en ocasiones, para llorar Bilbao?. No se quedaba pequeño el vate, Neruda, cuando escribía sobre Chile o sobre Matilde?. Pues eso...
Un brindis por Blas, que sonreía de lejos a los árboles y escupía sobre los curas...
Si algo me gusta, es vivir.
Ver mi cuerpo en la calle,
hablar contigo como un camarada,
mirar escaparates
y, sobre todo, sonreír de lejos
a los árboles...
También me gustan los camiones grises
y muchísimo más los elefantes.
Besar tus pechos,
echarme en tu regazo y despeinarte,
tragar agua de mar como cerveza
amarga, espumeante.
Todo lo que sea salir
de casa, estornudar de tarde en tarde,
escupir contra el cielo de los tundras
y las medallas de los similares,
salir
de esta espaciosa y triste cárcel,
aligerar los ríos y los soles,
salir, salir al aire libre, al aire.
(Aire libre, Blas de Otero)

lunes, febrero 23, 2009

Doble perspectiva...


Aún no había cortinas en esa ventana cuando comencé a verle pasar.
Los fines de semana, al despertar, subíamos la persiana y, desde la cama, veíamos los árboles y el camino.
Era otoño y las hojas poco a poco iban dejando desnudos esos árboles que habían sido tan frondosos apenas hacía un mes.
Desde el principio reparé en él.
Ese camino es muy poco transitado y lleva directamente a un caserío desvencijado, al que le faltan tejas y al que le sobra maleza en el jardín.
Él iba en bicicleta, una BH de los años setenta, llena de óxido. Abrió la verja del caserío y entró. Así, fueron sucediendo los fines de semana.
Todos los sábados y domingos, mientras me desperezaba calentita en mi cama, le veía pasar por el camino en su bicicleta.
Después llegaron las cortinas, pero livianas para poder seguir viendo los árboles, el camino y al hombre de la bicicleta.
Llegó la primavera y los árboles comenzaron a llenarse de hojas, y los almendros de flores.
Su caserío seguía igual de viejo pero en el jardín la vida renacía.
Un día subí por el camino y me acerqué a la verja. “Cuidado con el perro” rezaba un cartel atado con una cuerda a la verja. El perro comenzó a ladrar, no le llegué a ver pero sonaba amenazante. Es todo lo que pude ver, el cartel, ni siquiera se veía el caserío desde el camino.
Había mejor perspectiva desde mi cama que desde la verja. Poco a poco, la primavera dio paso al verano, a las cerezas de su huerto, a los higos de esas higueras que se incorporaban hacia el camino y que un día me llamaban a gritos pidiendo ser salvados.
Los higos siempre me recordarán a mi padre.
Algunos días un coche aparca en el camino, alguien se baja y entra en el caserío. Algún amigo. Pero el hombre siempre va y vuelve en su bicicleta oxidada. Una mañana de hace unos días, paseando por el boulevard que da nombre a mi calle, de frente vi venir una bicicleta, una BH de los años setenta, llena de óxido. Subida en ella un hombre canoso, de unos setenta años. Ágil, con una cara amable surcada de arrugas. Al llegar a mi altura pude ver que llevaba un sonotone en la oreja derecha. Una sonrisa sincera iluminó su cara y un hola divertido salió de sus labios. Le devolví la sonrisa y me quedé con las ganas de preguntarle qué perspectiva es la que hay desde su huerto. Desde ese huerto que yo tan sólo intuyo e imagino. Con ganas de preguntarle si sabe que soy yo la que, en algunos días de septiembre, le robo los higos que asoman al camino.

lunes, enero 26, 2009

Érase un hombre al acordeón...

Nunca me hubiera fijado en ellos en otro lugar que no fuera ése. Son rumanos. Él es moreno, ojos oscuros y mirada dispersa. Ella lleva el pelo rubio de ese tono amarillo oxigenado que se encuentra en la tercera balda de la sección de higiene de un supermercado cualquiera. Vinieron a Bilbao hace unos años. Ella trabaja en el servicio doméstico, con una señora que la trata bien y le ayuda mucho. Habla bastante bien castellano. Él apenas balbucea cuatro palabras. No tiene trabajo. Toca el acordeón en las bocas de metro o en las puertas de algunos comercios. Siempre lleva una gorra azul marino bien calada, tapándole los ojos.
Durante cincuenta y cuatro días, dos veces al día, coincidí con ellos en la puerta de una UVI, esperando para entrar. Duraba más la espera que la visita. Así fue como ella y yo comenzamos a hablar. Su hijo de veinte años había caído por el hueco de un ascensor en la obra del edificio en el que trabajaba. No tenía papeles y le habían registrado en ese hospital con otro nombre, el de un compañero suyo que sí tenía papeles. Estaba en coma, no se sabía si se iba a salvar. Ella quería justicia, quería que la empresa que le había dado el trabajo a su hijo, la empresa que cada día le explotaba durante diez horas por un mísero sueldo, al menos, se responsabilizara de la desgracia.
Cada día, durante esos cincuenta y cuatro días, hablábamos. A veces me contaba cosas de su pueblo en Rumanía. No recuerdo el nombre, recuerdo que era feo y que no había trabajo. Su sueño era España y en cuanto pudieron se vinieron para aquí. Una hermana suya había venido a Bilbao y aquí aterrizaron ellos también. También me contó que su hijo, ese mismo que estaba en coma, había encontrado nada más llegar aquí una moneda enterrada en un monte y le gustaba soñar que era una moneda muy valiosa, que algún día la vendería y se convertirían en millonarios.
Ella, durante aquellos días, llevó esa moneda a un joyero para que le hicieran una cadena y regalársela a su hijo cuando despertara. A veces, me hablaba del destino. Ella creía en él, y pensaba que, a pesar de todo, algo bueno les estaba esperando.
Él, mientras, también empezó a tocar el acordeón a la puerta de ese hospital.
Un día, y de manera abrupta, nos dejamos de ver. Yo dejé de ir dos veces al día a esperar delante de aquella fría puerta.
Les perdí la pista, aunque no les olvidé. A él le veía casi cada día, [probablemente hubiera estado siempre] en la boca de metro del Casco Viejo, en la Gran Vía, en Indautxu, en el Corte Inglés, en la Ribera. Cada día lo veía, y cada día lo esquivaba. Bajaba la vista cuando pasaba a su altura. Miraba al suelo o a su tarrina vacía de margarina en la que siempre había unas pocas monedas. Nunca he sabido muy bien por qué lo hacía, por qué le esquivaba, era una mezcla de vergüenza, de no querer hablar de mí, o de no querer esforzarme en hablar de él. Irremediablemente él, siempre, me recuerda aquellos días. Aquella puerta. Aquella UVI.
Unos meses después, un domingo, leí en un periódico su historia. Ella lo consiguió. Alguien la escuchó y contaron la verdad. Su hijo había logrado despertar aunque con graves secuelas. Estaba en el Hospital de Gorliz. Publicaron también una foto de los dos, de ella con su hijo. Me entraron ganas de salir corriendo hacia allí y volver a hablar con ella, de abrazarla incluso. Pero entonces le recordé a él y a su acordeón.
Ahora sí que ya les había olvidado. Han pasado ya tres años y nosotros hace uno que vivimos fuera de Bilbao, el mismo tiempo que hace que no le veo en cada esquina tocando el acordeón.
Hasta hoy. En la misma calle en la que vivo ahora, en una acera, frente a un supermercado estaba él tocando el acordeón. Con su gorra azul marino y su tarrina vacía de margarina. Mientras la lluvia le calaba los huesos, el amargo sonido de su acordeón inundaba la calle.
He vuelto a bajar la vista al pasar a su lado

jueves, octubre 04, 2007

La morriña unamuniana...


“Olas gigantes de la mar bravía
que canta el sueño férreo de Vizcaya,
cunada en el sosiego de esta playa,
os sueña con morriña el alma mía”.

Se presume de que fue uno de los hijos predilectos de la villa. Alguien que, lejos de su Bilbao, se pasó la vida recordándolo. Llorándolo. Con morriña. Pero el sábado pasado, 29 de Septiembre, fue su cumpleaños y no tuvo tarta con velas.
Unas flores en su Plaza, el día anterior.
Anónimas.
Y nada más...
Demasiado románticos los hijos de esta villa.
Demasiado rencorosa ella.


“¡Oh mi Bilbao, mi Bilbao,
mi dulce pasado!, ¿no eres
tú acaso toda la eternidad de mi
porvenir?"