Nunca me hubiera fijado en ellos en otro lugar que no fuera ése. Son rumanos. Él es moreno, ojos oscuros y mirada dispersa. Ella lleva el pelo rubio de ese tono amarillo oxigenado que se encuentra en la tercera balda de la sección de higiene de un supermercado cualquiera. Vinieron a Bilbao hace unos años. Ella trabaja en el servicio doméstico, con una señora que la trata bien y le ayuda mucho. Habla bastante bien castellano. Él apenas balbucea cuatro palabras. No tiene trabajo. Toca el acordeón en las bocas de metro o en las puertas de algunos comercios. Siempre lleva una gorra azul marino bien calada, tapándole los ojos.
Durante cincuenta y cuatro días, dos veces al día, coincidí con ellos en la puerta de una UVI, esperando para entrar. Duraba más la espera que la visita. Así fue como ella y yo comenzamos a hablar. Su hijo de veinte años había caído por el hueco de un ascensor en la obra del edificio en el que trabajaba. No tenía papeles y le habían registrado en ese hospital con otro nombre, el de un compañero suyo que sí tenía papeles. Estaba en coma, no se sabía si se iba a salvar. Ella quería justicia, quería que la empresa que le había dado el trabajo a su hijo, la empresa que cada día le explotaba durante diez horas por un mísero sueldo, al menos, se responsabilizara de la desgracia.
Cada día, durante esos cincuenta y cuatro días, hablábamos. A veces me contaba cosas de su pueblo en Rumanía. No recuerdo el nombre, recuerdo que era feo y que no había trabajo. Su sueño era España y en cuanto pudieron se vinieron para aquí. Una hermana suya había venido a Bilbao y aquí aterrizaron ellos también. También me contó que su hijo, ese mismo que estaba en coma, había encontrado nada más llegar aquí una moneda enterrada en un monte y le gustaba soñar que era una moneda muy valiosa, que algún día la vendería y se convertirían en millonarios.
Ella, durante aquellos días, llevó esa moneda a un joyero para que le hicieran una cadena y regalársela a su hijo cuando despertara. A veces, me hablaba del destino. Ella creía en él, y pensaba que, a pesar de todo, algo bueno les estaba esperando.
Él, mientras, también empezó a tocar el acordeón a la puerta de ese hospital.
Él, mientras, también empezó a tocar el acordeón a la puerta de ese hospital.
Un día, y de manera abrupta, nos dejamos de ver. Yo dejé de ir dos veces al día a esperar delante de aquella fría puerta.
Les perdí la pista, aunque no les olvidé. A él le veía casi cada día, [probablemente hubiera estado siempre] en la boca de metro del Casco Viejo, en la Gran Vía, en Indautxu, en el Corte Inglés, en la Ribera. Cada día lo veía, y cada día lo esquivaba. Bajaba la vista cuando pasaba a su altura. Miraba al suelo o a su tarrina vacía de margarina en la que siempre había unas pocas monedas. Nunca he sabido muy bien por qué lo hacía, por qué le esquivaba, era una mezcla de vergüenza, de no querer hablar de mí, o de no querer esforzarme en hablar de él. Irremediablemente él, siempre, me recuerda aquellos días. Aquella puerta. Aquella UVI.
Unos meses después, un domingo, leí en un periódico su historia. Ella lo consiguió. Alguien la escuchó y contaron la verdad. Su hijo había logrado despertar aunque con graves secuelas. Estaba en el Hospital de Gorliz. Publicaron también una foto de los dos, de ella con su hijo. Me entraron ganas de salir corriendo hacia allí y volver a hablar con ella, de abrazarla incluso. Pero entonces le recordé a él y a su acordeón.
Ahora sí que ya les había olvidado. Han pasado ya tres años y nosotros hace uno que vivimos fuera de Bilbao, el mismo tiempo que hace que no le veo en cada esquina tocando el acordeón.
Hasta hoy. En la misma calle en la que vivo ahora, en una acera, frente a un supermercado estaba él tocando el acordeón. Con su gorra azul marino y su tarrina vacía de margarina. Mientras la lluvia le calaba los huesos, el amargo sonido de su acordeón inundaba la calle.
Hasta hoy. En la misma calle en la que vivo ahora, en una acera, frente a un supermercado estaba él tocando el acordeón. Con su gorra azul marino y su tarrina vacía de margarina. Mientras la lluvia le calaba los huesos, el amargo sonido de su acordeón inundaba la calle.
He vuelto a bajar la vista al pasar a su lado
10 comentarios:
Ay.
la vida.
dura y extraña.
yo creo que la aceptamos por curiosidad.
Es una extraña vergüenza, ¿verdad? Algo inexplicable que ocurre dentro de nosotros.
Camile: Conozco esta forma de reaccionar, a mi me ha pasado alguna que otra vez algo parecido.
En realidad entre estos rumanos y tú no hay nada, sois de mundos diferentes, contrapuestos y lo único que te une a ellos durante un rato, es este sentimiento de solidaridad ante su desgracia. Solidaridad que no puede pasar de ahí, de la expresión de un mero sentimiento humano ya que tú poco o nada puedes hacer para remediar su situación.
Al pasar de largo y bajar la vista ante su presencia lo que haces es poner distancia, protegerte, levantar un muro que no es más que impotencia.
Yo, así lo veo.
Un beso.
Sí, Pedro. Puede ser...
delantal, pero es bonito lo que dices, aceptarla por curiosidad. Tal vez sea así..
Juanjo, sí la verdad es que yo no sé explicarlo. No sé porque lo hago. Las primeras veces me forzaba a no hacerlo pero era superior a mis fuerzas
Despertaferro. Siempre tan acertado, puede ser que tengas más razón que un santo. Que pongo distancia está claro...
Es verdad, ese es un sentimiento que a mí tambien me ocurre. A veces siento vergüenza o evito a alguien y no sé por qué.
Lo que intento es dejar esa parte irracional a un lado y hacer frente a las cosas. ¿Por qué le vas a evitar? Al contrario, seguro que te sientes mejor tú y él si le saludas.
Muy buen blog. Un saludo.
Y yo vuelvo a pasarme por aquí después de un montón de tiempo. Más del aconsejable, creo.
Un saludo.
Bienvenida de nuevo y gracias por tus letras.
Un abrazo.
Da gusto releerte de nuevo, aunque "duela".
;)
Hola Camille:
Sólo quiero hacerte una observación: Cuando uno abre la ventanita de comentarios de tu página, todo se esfuma: se pierde el texto y la música que lo acompaña. Puedes solucionarlo yendo a Configuración y activando la posibilidad de que los comentarios se abran en una ventanita emergente. Así uno puede seguir diciéndote cosas sin dejar de escuchar a Clapton... Permíteme que me haya colado por esta gatera, pero he preferido hacerlo así, mejor que en abierto.
Saludos bien cordiales.
Publicar un comentario