lunes, abril 30, 2007

Te recuerdo como eras en el último otoño...



Eran los tiempos del instituto, la época efervescente de la adolescencia. Los días locos y vertiginosos. Los años de los amores platónicos, los sueños imposibles, los anhelos y las locuras del alma.

C. estaba en mi clase. Era un niño callado y solitario. Moreno de pelo y de piel, tenía los ojos más grandes y más negros que he visto nunca, enmarcados por un mar de pestañas largas y rizadas. Su aire meláncolico y bohemio, su pelo largo y sus vaqueros rotos nos hacían suspirar a todas las niñas de la clase.

Los niños le rehuían. Él, imperturbable, nunca tenía compañía. Nunca la necesitó. Ni siquiera un libro. Pasaba el tiempo del recreo solo, sentado. Pensando. Mirándonos. Nunca supimos nada de él. De su vida, de sus sueños.

No participaba en las actividades, ni en las fiestas, ni en los avisos de bomba en las clases de latín. No quería saber nada de los robos de exámenes en junio. Pero tampoco era uno de los empollones de la clase. Suspendía. No prestaba atención a los profesores. Y no hablaba. Siempre permanecía con la mirada perdida en algún punto que yo no era capaz de ver.

La curiosidad del principio por C., el carisma de C. y las ganas de querer saber más de C. pronto dieron paso al aburrimiento y a la indiferencia. Nos fuimos olvidando de C. Las niñas dejamos de suspirar a su paso. Los niños dejaron de rehuirlo. Se volvió invisible a nuestros ojos. Él seguía en clase al año siguiente, pero ya no le veíamos. Al siguiente año repitió, creo, y ya no estaba en mi clase, creo.

Despúes no sé que pasó. Nunca lo supimos. No sabemos siquiera si seguía en el instituto cuando aquel verano lo sacaron de la ría. Ahogado. Muerto. Se tiró desde el puente del Arenal.

No fue un accidente. Eso dijeron los testigos.

Pero estaba solo, como siempre.

Tenía diecisiete años.

Este fin de semana me he acordado mucho de C. Me acuerdo de aquellos ojos grandes y negros. Me acuerdo de lo guapo que era. De lo triste que estaba y de que me hubiera gustado saber más de él. De su tristeza, de ese dolor tan grande que hizo que con diecisiete años se cansara de vivir. He pensado en el egoísmo de la adolescencia. No supimos ayudarle. Ni siquiera comprenderle. Ya estaba muerto cuando le conocimos, pero no fuimos capaces de darnos cuenta.

Este fin de semana, el sábado, rescataron de la ría el cuerpo sin vida de un galés de 21 añitos. Se cayó el viernes, a la altura del Arriaga. Se desconocen las causas. Aún no se sabe su nombre.
Y me acordé de C.
Esa ría....
Qué es lo que tendrá que nadie consigue flotar en ella?

Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el
corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.

Apegada a mis brazos como una
enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de
estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.

Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de
pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.

Cielo desde un navío. Campo desde
los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma.
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma

(Poema VI. Pablo Neruda)

4 comentarios:

Pedro M. Martínez dijo...

Ese chaval era autista.
Jo, que triste.

Camille dijo...

Creo que se cansó de vivir, que le dolía vivir. Quizás.

manuel allue dijo...

Bello y tremendo.

¡Necesitamos + primavera!

Un saludo.

Carmen dijo...

Qué duro, qué dolor, que tristeza, esos recuerdos siempre permanecerán... Besos