
Aún no había cortinas en esa ventana cuando comencé a verle pasar.
Los fines de semana, al despertar, subíamos la persiana y, desde la cama, veíamos los árboles y el camino.
Era otoño y las hojas poco a poco iban dejando desnudos esos árboles que habían sido tan frondosos apenas hacía un mes.
Desde el principio reparé en él.
Ese camino es muy poco transitado y lleva directamente a un caserío desvencijado, al que le faltan tejas y al que le sobra maleza en el jardín.
Él iba en bicicleta, una BH de los años setenta, llena de óxido. Abrió la verja del caserío y entró. Así, fueron sucediendo los fines de semana.
Todos los sábados y domingos, mientras me desperezaba calentita en mi cama, le veía pasar por el camino en su bicicleta.
Después llegaron las cortinas, pero livianas para poder seguir viendo los árboles, el camino y al hombre de la bicicleta.
Llegó la primavera y los árboles comenzaron a llenarse de hojas, y los almendros de flores.
Su caserío seguía igual de viejo pero en el jardín la vida renacía.
Un día subí por el camino y me acerqué a la verja. “Cuidado con el perro” rezaba un cartel atado con una cuerda a la verja. El perro comenzó a ladrar, no le llegué a ver pero sonaba amenazante. Es todo lo que pude ver, el cartel, ni siquiera se veía el caserío desde el camino.
Había mejor perspectiva desde mi cama que desde la verja. Poco a poco, la primavera dio paso al verano, a las cerezas de su huerto, a los higos de esas higueras que se incorporaban hacia el camino y que un día me llamaban a gritos pidiendo ser salvados.
Los higos siempre me recordarán a mi padre.
Algunos días un coche aparca en el camino, alguien se baja y entra en el caserío. Algún amigo. Pero el hombre siempre va y vuelve en su bicicleta oxidada. Una mañana de hace unos días, paseando por el boulevard que da nombre a mi calle, de frente vi venir una bicicleta, una BH de los años setenta, llena de óxido. Subida en ella un hombre canoso, de unos setenta años. Ágil, con una cara amable surcada de arrugas. Al llegar a mi altura pude ver que llevaba un sonotone en la oreja derecha. Una sonrisa sincera iluminó su cara y un hola divertido salió de sus labios. Le devolví la sonrisa y me quedé con las ganas de preguntarle qué perspectiva es la que hay desde su huerto. Desde ese huerto que yo tan sólo intuyo e imagino. Con ganas de preguntarle si sabe que soy yo la que, en algunos días de septiembre, le robo los higos que asoman al camino.